Hoy no me resisto a plasmar aquí mi homenaje hacia un trío que suelo ver casi a diario y que se me viene a las mientes cada vez que leo historias crueles de abandonos, excusas inaceptables, cinismos variopintos y mala entraña so pretexto de la crisis. Tan mala, tan mala, tan mala que se ataja en un plis plas llevando al compañero a la muerte, bien bajo las ruedas de un coche, bien bajo la soledad o el frío de un chenil.
Una de las mejores traducciones del "Por no poder atender" es, sin eufemismos, "me harté de él" y la segunda parte: "y me importa poco lo que le pase, porque así somos y pensamos los individuos egoístas, innobles y faltos de sentimientos".
Paso a describiros el trío que me interesa tanto: ella, una anciana un tanto estrambótica, de las que andurrean lentamente con calcetín corto de rayas y zapatillas de casa. Peinadita y limpia, con un atuendo humilde, tipo bata distinguida, cubierta por un jerseycito fino. Él: un cincuentón enjuto y desgarbado, con disonante gorra juvenil calada en invierno y en verano. Huesudo y silencioso; que presupongo, adivino o fantaseo hijo de la primera. Y el tercero, que no en discordia, una perrillo o perrilla negruzco, viejo, gordo, paticorto, con la carita encanecida por completo, y casi los cueros de sus carnecillas a la vista, por culpa de una alopecia general, que muestra calvas por casi todo el lomo. El trío, cada mediodía, avanza por mi calle con la parsimonia de una procesión. La viejita humana y la viejita perruna se toman su tiempo a cada paso. El hombre mantiene el mismo compás. No sé de dónde vienen, pero sí a dónde van.
Desde que la cacareada crisis hincó sus colmillos en las pobres gentes, algunos bares ofertan una degustación de paella gratis (de doce a una) como reclamo a una parroquia que mes a mes decae.
El trío es asíduo el sábado a uno de ellos. El domingo a otro de un poco más allá. Siempre ocupan la misma mesa; en el primero en un rincón, cerca del cristal. Desde allí al pasar, yo veo a la pareja que apenas habla, mientras degustan su tapita de arroz con un café. Bajo ellos, como un bulto desapercibido, discreto y sabio, el perrillo hace lo propio, en un pequeño recipiente de plástico que llevan para él. Ya he comentado que mi barrio no pone remilgos a dejar pasar a un peludillo que no se porte mal. En el bar del domingo se quedan en una mesa exterior, y colocan cuidadosamente una mantita anaranjada en la acera, sobre la que reposan el comederillo y el animal.
El trío proclama a voces la escasez. La vida justita y la mala, malísima racha. En los bares (son muy listos en los bares) saben perfectamente a lo que van. Así que cuando los ven llegar apartan los tres platos de oferta.
He titulado esta entradilla como el trío, del que ya no hace falta explicar más. Tampoco abundaré en la crisis, a estas alturas bien conocida, en mucha o poca medida. Me falta lo último, la víscera esa que no sabe de alcurnias, dineros ni circunstancias. Pero no es necesario. Apuesto el brazo a que si no los dejaran entrar a los tres, tampoco entrarían los otros dos.
¿Qué queréis que os diga...? Son cosas que tienen su nombre. Eso: el corazón.
3 comentarios:
Preciosa historia. Me encanta lo de: "Apuesto el brazo a que si no los dejaran entrar a los tres, tampoco entrarían los otros dos".
También es una triste historia. Esos tres seres son completamente uno. Siempre me conmueve muchísimo esa imagen de anciana/o acompañada/o de un perrillo. Siempre los ves juntos. Como si en vez de correa, fueran unidos por unas esposas. Como si no fueran nada el uno sin el otro. Muchas veces, cuando el amo y el perro son ancianos, pienso en quién dejará, sin remisión, antes al otro. Y que será del que se queda, sin el otro.
Me ha gustado mucho.
Gracias.
Un beso.
Se me ha olvidado comentar la pena que me da, cuando una ancianita en la calle, me dice eso de: "A mí me gustan mucho los perros, pero no puedo tener uno, viviría más que yo. ¿Que sería de él?".
Conocí a una anciana que siempre se paraba a saludar a mis galgas. Siempre me decía lo mismo: "¡No las sueltes nunca!", "¡No les apretará demasiado el collar!". Ella tenía un joven Yorkshire. Daba pena ver la enorme vitalidad del perro, en contraste con la dificultad para caminar de su ama. Un día me contó que había dejado un millón de pesetas (supongo que parte de sus ahorros) para una persona que se haría cargo de su perro si a ella le pasaba algo. Un año después, me enteré que ella había muerto. No he vuelto a saber nada del perro. Me pregunto si cumplieron su deseo.
¡Je!... mira Alberto. Han pasado años y años desde que una vez coincidí en la consulta del vete con una señora mayor, encantadora y estilosa en su porte, que no paraba de llorar con evidente apuro. Llevaba en su regazo a un caniche herido. Un perro de mayor tamaño le había atacado y a consecuencia de ello había perdido un ojito. Esto debió resultar desgarrador para la señora, pero aún alcanzó cotas más insoportables cuando la herida se le fue infectando de tal forma que le provocó una septicemia que el veterinario no pudo atajar. El caniche tampoco era joven y la solución más piadosa era, aplicar ese también eufemismo de "dormir" para evitarle días de sufrimiento. La anciana esperaba ser la última de la jornada, pues cada vez que le tocaba el turno lo iba posponiendo. LLorando a lágrima viva me confesó que durante toda su vida, cuando había perdido un animal rápidamente había dado entrada a otro, no como sustituto, pero sí como consuelo. "Esta vez ya no puede ser porque es muy tarde. Espero vivir cuatro o cinco años más pero eso, para un perro joven no es suficiente. Si supiera de alguien que se ocupase de él cuando yo muera... pero no me fío de mis familiares".
Me he acordado de ella en muchísimas más ocasiones de las que nadie puede imaginar. Y hubiera querido, como fuese, poder volver a aquel momento. Poder haberla consolado más, haberla acompañado durante el trance de la eutanasia de su querido caniche y haberme comprometido a conocer, visitar y acoger si finalmente hubiere necesidad de ello al nuevo perrito de la señora. Creo que la hubiese hecho inmensamente feliz y de alguna forma hubiese paliado su congoja.
Me arrepiento terriblemente de ello y sólo puedo excusarme echando mano a la inconsistente y cierta razón de que de aquello hace... ¿quizás veinte o veintitrés años?
Desde entonces acaricio la idea de organizar un "banco de adoptantes seguros para perritos de ancianos" en que incluso unos y otros se puedieran conocer.
Lo más triste de todo, me espeluzna imaginarlo, es esa confesión descarnada, demoledora decepcionante: "No me fío de mis familiares".
Gracias a ti, y un beso.
¡Ah!... y es verdad, no las sueltes nunca...
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