miércoles, 10 de marzo de 2010
De la fobia a la filia I
DE LA FOBIA A LA FILIA I
Dicen que las verdaderas fobias, esas que se enraízan con persistencia en lo más hondo de nuestro ser, pueden ser curadas, pero que difícilmente hallaremos su origen. Yo ignoro los motivos primeros que tanto me hicieron sufrir aquel pavor en la infancia. Hacíamos examen de recuerdos… que si aquel día en la playa… que si la trasera de la venta del señor Salvador…
Lo único que sé, lo único que me martirizaba porque estaba en la cotidianidad y porque, según crecía, me impedía eso que llaman “llevar una vida normal” era mi pavor absoluto, mi miedo cerval: Sí, a mí me aterraban los perros.
Me disuadía, la odiosa fobia, de ir a casa de muchas de mis amigas, o pasear por el campo, pues siempre contemplaba la terrible posibilidad de encontrarme con perrillo correteando con su familia. Andar despreocupadamente por la calle, pues era y es muy habitual cruzarse con alguno, que con su correa siempre, pensaba yo, podría tener suficiente espacio para abalanzarse sobre mí y despedazarme. Lo peor era que en mi bloque vivía un bóxer. Con lo cual, la probabilidad de cruzarme con él al entrar o salir del portal era del todo desquiciante.
Antiguamente, a los niños de mi generación, solían atemorizarlos con frases tales como… si no te comes esto va a venir un perro y te va a llevar en la boca. Como digas mentiras un perro-lobo te va a esperar ahí escondido… Ay, ay… que viene un perro…
No sé a qué obedecerían tales amenazas, desde luego yo, afortunadamente, no las recibí. Así es que rebuscábamos si mi fobia provenía de una vez que me metí en un huerto cercado y me persiguió un peludillo blanco y negro (me acuerdo muy bien) o cuando me asomé a un coche y una sarta de fuertes ladridos me advirtieron de que había lugares en que era mejor no meter las naricillas de improviso (de eso no me acuerdo nada, porque las naricillas eran muy, muy pequeñas). Sea como fuere, lo cierto es que yo maldecía mi suerte porque no quería exterminar a los perros, pobrecillos, pero tampoco deseaba encontrarme con ninguno a menos de cien metros. Y no me consolaba muy bien porque fobia a un elefante… con no ir a Kenia o a Jaipur estaba resuelto. La fobia de los ascensores… con subir por las escaleras se sobrellevaba. De todas formas yo ya subía por las escaleras, a todo correr, porque había desarrollado una fineza olfativa tal, que era capaz de saber si el bóxer del tercero había estado en el ascensor un rato antes, y, claro, tal olor me hacía sudar con la carne de gallina.
No veía yo visos de cura. Porque perros los había por doquier. Guapos, feos, grandes, pequeños, paseando con sus dueños, callejeros sin correas… nadie sabe lo que eso puede llegar a atormentar, nadie sabe el nivel de obsesión que se agrandaba, día a día entre mis temores más oscuros.
Y luego estaba la incomprensión. Porque claro, temerle a un avión, pongamos por caso, o a un cuchillo de cocina eran fobias más serias, más respetables. La tonta gente que sabía de mis miedos, no dudaban con azuzarme mastines imaginarios, o empujarme contra algún juguetón caniche que olisqueaba por el jardín. Era, según todo el mundo, algo tan exagerado y ridículo que, lejos de intentar ayudarme, me exponía a la inmisericorde burla.
“¡Te va a salir un novio cazador!” me amenazaban con un índice estremecedor. (Doy fe que nunca me atrajeron lo más mínimo los cazadores, incluso cuando la idea de acercarme a una rehala sólo me provocaba desesperación. Con gusto hubiese renunciado a cualquier novio por estupendo, guapo y apañado que fuera si hubiese tenido uno, un sólo perro).
La cosa comenzó a tornarse complicada cuando una vez casi me atropella un camión al plantarme de repente en medio de la calzada porque un perrete venía por la acera, a lo suyo, y ligerito… sin reparar para nada en mi persona. Lo peor es que, aunque disimulara, cosa que muy pocas veces podía lograr a base de férreo autocontrol y clavarme las uñas en las palmas de las manos, me advertían de que no servía de nada porque “huelen perfectamente el miedo y tarde o temprano terminarán por morderte”. Eso, como podéis comprender… resultaba cualquier cosa menos tranquilizador.
Pero el punto álgido llegó una tarde en que fui con mis padres a una visita de compromiso. Quiero decir que yo era de esas niñas modositas que sonreían cuando comentaban que ya estaba hecha una mujercita, no tomaban más que una rodajita de salami (“gracias, no puedo más”) y no participaban en la conversación. En la casa tenían un pequinés o primo de pequinés. Inofensivo, excuso decirlo, a todas luces. Presumiendo mi absoluta negativa a haber puesto los pies en la casa de haberlo sabido, me lo ocultaron y decidieron encerrarlo en el baño.
Entonces estaban muy lejos de haberse inventado las game boys y similares y los niños aguantábamos estoicamente, mirando un rincón del techo, jugando al parchís mental o memorizando los dibujos de la alfombra. En el transcurso de la degustación de medias noches y Mirinda alguien entró en el servicio y el pequeño oriental, de Tokio o de Pekín, se largó por patas, intentando saludar alegremente. Yo, como es natural, lo interpreté como la determinación feroz de tirarse a mi garganta (pobre animal, hubiese necesitado un motor de propulsión) y gritando como una posesa me puse a patear histérica sobre el elegante sofá, apartando a tironazos limpios la cortina, rebuscando una ventana por donde saltar y escapar de una vez. No había color: era mil veces mejor morir defenestrada que devorada por la fauces de aquel terrible pequinés.
Lograron sujetarme, previa inmovilización del animalillo, claro. Y el señor de la casa, que era médico, se quedó muy serio, amasándose la barbilla, y se puso a pensar.
Contra mis temores, lejos de reprenderme me tranquilizó. Me comprendió… ¡era increíble, pese a las huellotas sucias expandidas por la tapicería! Y el hombre me dijo que no era cosa de broma. Que debía estar sufriendo mucho y que eso, lo llamó una “canofobia severa”, se podía curar.
¡Ojalá! pensé yo. Hago lo que sea.
Lo que sea era hacerme responsable de un cachorro.
"¿Quéee? ¡Ah, no! ¡Ah, por favor, por favor, eso no!"
Cuando pasó un tiempo prudente, yo misma, retorciéndome las palmas de las manos sudorosas dije que sí. Que iba a colaborar. Que pondría de mi parte.
Mira que esto no tiene vuelta atrás -me dijo mi padre- porque si aquí entra un perro, te cures o no, aquí se va a quedar.
La suerte estaba echada. Yo no entendía de razas, tamaños ni comportamientos caninos. Creo que no se habían inventado ni los etólogos. Nunca había intentado una aproximación al enemigo pero he de reconocer que quien escogió a mi pequeña terapeuta estuvo muy acertado. Un día llamaron por teléfono y mi madre me dio la dirección de una afamada tienda de animales. Debía ir yo sola. Era mi responsabilidad.
El camino fue eterno y me debatía entre el arrepentimiento y la curiosidad.
La vi a través de los cristales con un par de hermanos. Era un muñeco que se movía con encantadora torpeza. En un recuadro el nombre de la raza: Basset Hound.
La pusieron en el suelo y comenzó a explorar, regordeta y graciosa, sin prisas, con aquellos deliciosos ojillos de sueño. Luego la acicalaron un poco, la perfumaron con un olor a vainilla que aún guardo en la memoria y me la extendieron para que la cogiera en brazos.
Yo guardaba los dedos fuertemente entrelazados a mi espalda.
¿Tocarla? ¿con mis manos? ¿cogerla, en serio?
¿Cogerlaaa? ¡Diossss!
(continuará)
Etiquetas:
Historias de Arquepe
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5 comentarios:
¡Estoy deseando saber como acaba la historia! Me encanta tu blog; enhorabuena.
Espero la segunda entrega
No nos dejes asi!!!! donde continua la historia?
¿¿¿¡¡¡Y!!!??? ¡Arquepe, Por Dios! ¿Donde continúa!
¿¡¡Que no continúa!!?
¡Tú eres una sádica!
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