No seas imbécil. Ni desaprensivo. No hagas
posible que dentro de unos meses algunos te mentemos a la madre al
cruzarnos con el resultado de tu indiferencia y tu estupidez. Piénsalo
mucho antes de dar el paso irreversible; de complicarte una vida que
luego pretenderás solucionar por el camino más fácil. Aún puedes
evitarlo. Impedir que te despreciemos, e incluso despreciarte a ti mismo
cuando te mires en el espejo. Ya sé, de todas formas, que el
autodesprecio es relativo. Tarde o temprano, hasta con las mayores
atrocidades en la mochila, siempre nos las apañamos para ingeniar
coartadas, justificaciones. Conozco a pocos que, hagan lo que hagan
-desde faenas elementales hasta cargarse al prójimo-, no acaben
durmiendo a pierna suelta tras unos pocos ejercicios de terapia
personal. Aun así, permite que te lo explique antes de que ocurra,
primero, y después se te olvide. Resumiendo: intenta no convertirte,
innecesariamente, en un hijo de la gran puta.
Sé que tus niños quieren un perro.
Que les hace una ilusión enorme y te dan la matraca desde hace mucho.
Que tu hija, por ejemplo, te hace babear cuando te abraza y pide una
mascota. O que te acabas de separar de tu legítima, y crees que
regalándole al crío un animal, y paseando con él los fines de semana,
podrás recuperar el terreno perdido, o no perderlo en el futuro. Hay mil
razones, supongo. Un montón de circunstancias por las que has pensado
comprar un perro estos días, para tus hijos. O para tu mujer. Tal vez
para ti mismo. Un perro en casa, por Navidad.
Déjame contarte, porque de eso sé algo. He tenido cinco perros, así que calcula.
Y no hay nada en el mundo como ellos. No hay compañía más silenciosa y
grata. No hay lealtad tan conmovedora como la de sus ojos atentos, sus
lengüetazos y su trufa próxima y húmeda. Nada tan asombroso como la
extrema perspicacia de un perro inteligente. No existe mejor alivio para
la melancolía y la soledad que su compañía fiel, la seguridad de que
moriría por ti, sacrificándose por una caricia o una palabra. He dicho
muchas veces que ningún ser humano vale lo que un buen perro. Cuando uno
de nosotros muere, no se pierde gran cosa. La vida me dio esa certeza.
Pero cuando desaparece un perro noble y valiente, el mundo se torna más
oscuro. Más triste y más sucio.
Es muy posible, naturalmente, que aciertes. Que,
tras pensarlo bien, tomes la decisión y asumas las consecuencias con
feliz resultado. Que comprar un perro para tus hijos, para tu mujer o
para ti sea un acierto. Que su compañía cambie vuestra vida para bien.
Que os haga más conscientes de ciertas cosas. A menudo, un perro acaba
haciéndote mejor persona. Te hace sentir cosas que antes no sentías. Sin
embargo, no siempre es así. Un perro en el lugar inadecuado puede
volverse un drama. Una incomodidad para ti y los tuyos. Y una tragedia
para él.
Permíteme imaginar lo que podría ocurrir. Que
vayas a la tienda, elijas a un perrito delicioso, y eso te valga gritos
de alegría y besos familiares. No hay nada tan simpático como un
cachorrillo. Al principio todo serán incidentes graciosos y situaciones
tiernas. Luego, si vives en piso pequeño o lugar inadecuado, las cosas
pueden ser diferentes. Un perro exige cuidados, gastos, paseos,
limpieza, comida. No aparece y desaparece cuando conviene. Es un miembro
de la familia con derechos y necesidades, que exige pensar en él cuando
se planean vacaciones, e incluso una simple salida al cine o a un
restaurante. A eso añádele la educación. Un perro mal educado puede
convertirse en una pesadilla familiar y social. Además, cada uno, como
las personas, tiene su carácter. Punto de vista y maneras. Eso exige un
respeto que no todos los humanos somos capaces de comprender.
A estas alturas, sabes dónde voy a parar.
Si eres de esa materia miserable de la que estamos hechos buena parte
de los seres humanos, acabarás abandonándolo. Un viaje en coche a un
campo lejano, una gasolinera, una cuneta. Abrir la puerta para que baje y
seguir tu camino, acelerando sin atender los ladridos del chucho que
correrá tras el automóvil hasta quedar exhausto, desorientado, incapaz
de comprender que su mundo acaba de romperse para siempre. El resto no
hace falta que lo detalle, pues lo sabes de sobra: él nunca lo haría, y
todo eso. Los niños preguntando dónde está el perrito, papi, y tú oyendo
aún esos ladridos que dejabas atrás. Avergonzado de ti mismo, o tal vez
no. Ya dije antes que un rasgo del perfecto hijo de puta es
arreglárselas para que sus actos acaben por no avergonzarlo en absoluto.
Así que voy a pedirte un favor. Por ti, por mí, por tus hijos. Antes de
ir a la tienda de mascotas esta Navidad, mírate al espejo. Y si no te
convence lo que ves, mejor les compras un peluche.
http://www.20minutos.es/noticia/294951/0/perra/calle/agoniza/
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