"Duna. Dunita: Dunetilla. Guapa. Abuelilla linda. Precisoa. Chiquitilla. ¿Dónde está lo más bonito...?"
No sé qué pasa. No sé qué pasa que no estás ahí, frente a mí. Esperando que suene el clic del apagado del ordenador para que te levantes y te metas en tu camita, unos minutillos apenas antes que yo, para que te vuelvas a levantar y pongas tu cabecita al lado de mi embozo. Sabiendo que vas a encontrar mi mano, para acariciarte largo, largo, antes de entregarnos a los sueños. Tanto rato que a veces ya te instaba a acostarte. Y tú que no, que en la penumbra tus ojitos brillaban buscando los míos -que también los encontrabas- y nos mirábamos en un silencio inmenso, mientras yo me preguntaba qué pasaba por tu cabecita y qué querrías contarme con esa insistencia. Hasta que me inclinaba hacia ti y te besaba, como se besa a un niño al darle las buenas noches. Y entonces, sigilosa, te llevabas en tu boca mi zapatilla, como un cachorrillo al que hay que cuidar durante la noche. ¿Qué ha pasado? Que me despierto y no te veo dormir sólo un par de segundos después que yo, como si tu cerebro y el mío estuviesen conectados y al mirarte abriese el resorte de tu alegría. Porque al momento volvías a poner tus patas en la cama y nos saludábamos dándonos trompicones flojitos, que eran tu delirio…
¿Qué ha pasado? Duna, Dunita… hermosa mía… para que vea esos mismos ojitos sobre esa línea multicolor del arco iris maravilloso donde corretean todos los inocentes como tú? Ay, Duna… ¡y yo que me estremecía cuando veía esos colores sobre tantos que te precedieron! Qué lejano, qué impensable, qué apartado los quería de ti…
Al volver de la perrera, con el corazón encogido te buscaba yo, te abrazaba y hasta alguna vez sentiste una lágrima mientras, entre besos, te susurraba la gran suerte que habías tenido.
Una vez, hace mil años ¿doce, doce y tres meses, doce y medio quizá? Te vi cruzar la calle del colegio. Te vi por la mañana, al medio día y a las seis. Te jugabas el pellejillo mientras con tus patas, entoces larguiruchas, ¡quién lo dijera! sorteabas coches y hasta algún autobús escolar. Te vi por segunda vez al día siguiente. Y creo que uno más. Pero ¡qué sabia! te pusiste a tiro. A tiro de amor. Mil gracias he dado a la Providencia que hubiera un hueco en aquella calle para poder bajar. Me acerqué a ti te acaricié por primera vez y sentí, con una inequívoca clarividencia, que eras para mí. O mejor aún… que yo era para ti. Me echaste el lazo con tu carita de buena gente, con tu rabillo nervioso, que hasta ayer mismo, a un paso de la inyección bondadosa que te redimiera de una dura agonía jamás disimuló la felicidad que nuestra sola presencia te procuraba. Así que entraste en la familia. Por derecho. Con hambre de cariño y de exquisiteces inéditas. Ladroncilla querida… cómo sabías llevarte alguna provisión y un quintal de nuevas caricias. No sé qué necesitabas más. Ese hambre atrasada jamás la lograste superar. La de caricias digo. Si alguien se dormía en el sofá con una mano extendida te acercabas y ponías tu cabeza bajo ella. No sé qué hubiera sido de ti sin tantas, tantas caricias… no he conocido criatura más ávida de ellas. Qué suerte que yo necesitara tan a menudo poder dispensártelas sin fin. Te emocionabas tanto cuando se te decían tontunas que no sabías qué hacer, te rascabas la orejilla de puro nerviosismo. Nos hacía gracia; creíamos que te la ibas a pelar. Y que ya abandonarías ese tic… no sé a los cuantos siglos, porque doce años después “Dunilla, preciosa, qué pasa…” lo volvías a hacer con idéntica emoción. No he conocido ser tan insistente en sus muestras de amor. Criatura menos perezosa a la hora de tumbarse panza arriba mientras el rabillo, incesante, proclamaba el culmen de la gratitud. Cuando ya, viejita, dormitabas al sol (¡qué recuerdos tan malos te traía el frío!) yo ya evitaba incluso mirarte, porque al hacerlo, aunque fuese de modo fugaz, el impulso de tu inmensa lealtad te obligaba, por cómoda que estuvieras, a levantarte y venir hacia mí.
No sabías jugar. Jamás lograste comprender lo que significaba una pelota, un juguete… nos dimos por vencidos porque no te apartabas cuando te instábamos tirándote algo divertido. No, no debiste haber tenido una infancia demasiado feliz. Y tampoco te gustaba demasiado la calle. Los paseos ya sabías tú hasta dónde tenían que llegar. Allí te ponías delante de mis piernas, para dar la media vuelta. Y lo hacías con prisa. Porque es cierto, te saturaste de calle cuando aquella época de vagabunda. Tu casa, tu casa era el bien más preciado. Tu casa y los niños, que han crecido contigo y han derramado por ti, ayer (¿fue ayer o es un mal sueño? )Lágrimas de hombres.
Duna, Dunita, Dunilla de nuestro corazón… qué alegría nos has procurado con tu buenísima alma perruna, siempre dispuesta a agradar. Jamás un mal gesto. Jamás un atisbo de capricho… Eras la sumisión hecha criatura. Siempre alegre, de buen humor… tierna y entrañable hasta el último instante. ¿Ayer? ¿Es posible que fuera ayer? No. No no puede ser.
Y sin embargo, no oigo ese golpeteo de tu rabillo a la menor palabra. Ese rabillo que jamás descansaba y que nos contaba cuánta, cuánta entrega habitaba en ti.
Queridísima Duna. Eras quejica, y muy muy miedosa. Tenías miedo de perdernos, lo sé. Tenías miedo de que algún día, pese al paso de más de una década algo pudiese ser capaz de esfumar tu felicidad. Porque eras feliz; nos consta. Es el consuelo que ahora sentimos.
No puedo imaginar cuánto sufrimiento hubieses experimentado si hubiésemos desaparecido de tu vida. Eras de esas criaturas capaces de morir de pena. Te habías adherido a nuestro corazón de modo tan profundo como misterioso. Sin nosotros no eras nada. Pero Duna, Dunita, Dunilla de mi alma… Nosotros, sin ti hubiéramos sido menos…
Menos pacientes, menos agradecidos a nuestra vez, menos sonrientes, menos tiernos… menos buenos, al fin.
Gracias.
Ahí, al margen derecho, bajo tu imagen ya te las di hace tiempo. “Gracias por salirme al paso en aquella calle”. Sabemos que, cuando tuviste la gran clarividencia de dejarte atrapar, tu vida cambió. No te imaginas cómo cambió la nuestra.
Elvi hoy ha escrito: “Gracias por hacer los últimos doce años de mi vida más felices, has sido extraordinaria. Ve cogiendo el mejor rayito de sol, que algún día volveremos a estar juntas. Hasta entonces te echaremos de menos todos los días”.
Y Rafa: “Jamás un perro jopeó tanto de pura felicidad. Pero es que ella, más que nadie, la merecía. Siempre estarás con nosotros, Duna preciosa. Gracias”.
Alejandro ha rubricado su despedida con la valentía de acompañarte hasta tu último aliento con el valor de unas lágrimas que ya no se derraman más que por las cosas verdaderas que le importan a un buen hombre.
Y “el amo grande”… el amo grande hoy estaba más empequeñecido a causa de tu falta.
Querida Duna. Tienes pocas fotos. Te daban pánico las máquinas y te escondías. Yo bromeaba diciendo que qué mal lo hubieras llevado para una difusión. (Ni falta que te hubiera hecho, ni falta que te hizo estando en tu camino yo). Tenías ese mismo miedo que revelaban algunos indígenas de que al atrapar su imagen se les robara el alma. Y tú querías toda, toda tu alma para ti.
Para poder regalárnosla cada día de tu inolvidable existencia.
Gracias. Gracias Duna. ¡Cuántísimo te queremos! Descansa en paz.